La insólita y elegante silueta de un castillo neorrenacentista francés se levanta, apenas oculta tras un bosque que diseñara el paisajista Charles Thays, en el corazón de una finca de la pampa argentina donde también se crían caballos de polo. Es la imponente estancia La Candelaria, coronada por torres con tejas de pizarra donde se refugian misterios y largas historias familiares.
“Es una rareza, pero también el fiel reflejo de lo que fue la Argentina a fines del siglo XIX. Era entonces la séptima potencia del mundo, gracias a un modelo agroexportador que benefició a la zona rural por la producción de alimentos muy demandados por los países europeos”, explicó a ANSA Francisco Soler, que recibe a los visitantes para contar la larga y curiosa historia de La Candelaria.
Eso hizo que muchos argentinos de clases pudientes, los que tenían campo, pudieran hasta vivir en Europa manteniendo su producción agropecuaria en el país”, agregó.
“Así nacieron estas grandes estancias, como se las llama en la Argentina, y se justificaban construcciones tan lujosas o raras para la geografía del país como un castillo francés ‘en medio de la nada’. A mediados del siglo XIX esto era aún frontera con territorio indígena y en un ensayo inicial de explotación pecuaria estos campos se poblaron con ovinos”, precisó Soler
Candelaria era Candelaria del Mármol, esposa de don Orestes Piñeiro, que cambió el nombre original del lugar en homenaje a su mujer, quebrando la ley según la cual deben respetarse los nombres originales del campo so pena de atraer la mala suerte
¿Fue o no fue así? Lo cierto es que ni Candelaria y Orestes tuvieron hijos. Y tampoco los tuvo Rebeca, la niña que adoptaron cuando se supieron que no podían concebir.
A partir de 1904, empezó a intervenir en el cuidado de la estancia don Manuel Fraga, que se casaría con Rebeca y dio un gran impulso al establecimiento, premiado por sus ejemplares de ovinos y caballos de carreras. Fue él quien, con ayuda de expertos, hizo construir el castillo de La Candelaria a partir de 1894.
Mientras tanto, Rebeca fundó una colonia de vacaciones para niños pobres y al morir, en 1940, dejó todos sus campos a su cuñado Roberto Fraga, salvo el casco y la colonia de vacaciones.
Sin embargo, estos edificios volvieron finalmente a la familia, que los intercambió por las tierras a la hermandad religiosa que los había recibido como legado.
Desde entonces, la historia de La Candelaria conoció otros vaivenes familiares, hasta que sus dueños actuales fueron, a fines de los años 90, pioneros en la apertura de sus puertas al turismo. Hoy funciona como hotel, donde se pueden revivir las costumbres de antaño en las habitaciones originales del castillo, recorrer el frondoso bosque y, según la leyenda, cruzarse con alguno de los ocho fantasmas que se dice viven en el lugar.
“Como la familia no tuvo hijos en dos generaciones consecutivas -evoca hoy Francisco Soler- no se necesitaban grandes proporciones en la parte social del castillo, ya que este ámbito estaba pensado para relaciones de tipo comercial”. “Edificios más modernos de Buenos Aires, por ejemplo, tenían salón de baile -porque había hijos que casar y debían relacionarse- pero esto no ocurre en La Candelaria, que era más una suerte de ‘escenario’ para propiciar las relaciones comerciales y políticas, impresionando al visitante con el poderío de la familia”.
Quienes hoy la visitan también quedan impresionados por los muebles originales, las grandes arañas de cristal, los pisos de roble y la capilla votiva que conserva las tumbas de los fundadores de la estancia. Las habitaciones del castillo, a la que se suman otras dependencias de campo más modernas y un curioso molino, permiten revivir la experiencia vital del siglo XIX y efectuar a solo 100 kilómetros de la vibrante Buenos Aires un viaje a la sociedad y las pausadas costumbres de otro tiempo. Además, es posible tomar clases de polo y asistir a las demostraciones de danzas y destrezas gauchas que combinan el doble ADN de esta estancia-castillo: lujo europeo con raíces criollas en el corazón de la pampa.